LEYENDA DE EL DORADO
De todas las leyendas de América precolombina, ninguna ha sido tan universalizada como la de “El Dorado”.
Cada
vez que se posesionaba un nuevo cacique, los muiscas organizaban una
gran ceremonia. El heredero, hijo de una hermana del cacique anterior,
quien antes de esto se había purificado aunando durante seis años en una
cueva donde no podía ver el sol, ni comer alimentos con sal, ni ají, ni
mantener relaciones sexuales con mujer alguna, era conducido a la vera
de la laguna donde los sacerdotes lo desvestían, untaban su cuerpo con
una resina pegajosa, lo rociaban con polvo de oro, le entregaban su
nuevo cetro de cacique, un propulsor de oro y lo hacían seguir a una
balsa de juncos con sus usaques o ministros y los jeques o sacerdotes,
sin que ninguno de ellos, por respeto, lo mirara a la cara.
El
resto del pueblo permanecía en la orilla donde prendían fogatas y
rezaban de espaldas a la laguna, mientras la balsa navegaba en silencio
hacia el centro de la laguna. Con
los primeros rayos del sol, el nuevo cacique y su séquito arrojaban a
la laguna oro y esmeraldas como ofrendas a los dioses. El príncipe,
despojado ya del polvo que lo cubría, iniciaba su regreso a la tierra,
en tanto resonaban con alegría tambores, flautas y cascabeles. Después,
el pueblo bailaba, cantaba y tomaba chicha durante varios días.