martes, 26 de abril de 2016


 

                         LEYENDA DE EL DORADO

 

 


De todas las leyendas de América precolombina, ninguna ha sido tan universalizada como la de “El Dorado”.

Cada vez que se posesionaba un nuevo cacique, los muiscas organizaban una gran ceremonia. El heredero, hijo de una hermana del cacique anterior, quien antes de esto se había purificado aunando durante seis años en una cueva donde no podía ver el sol, ni comer alimentos con sal, ni ají, ni mantener relaciones sexuales con mujer alguna, era conducido a la vera de la laguna donde los sacerdotes lo desvestían, untaban su cuerpo con una resina pegajosa, lo rociaban con polvo de oro, le entregaban su nuevo cetro de cacique, un propulsor de oro y lo hacían seguir a una balsa de juncos con sus usaques o ministros y los jeques o sacerdotes, sin que ninguno de ellos, por respeto, lo mirara a la cara.

El resto del pueblo permanecía en la orilla donde prendían fogatas y rezaban de espaldas a la laguna, mientras la balsa navegaba en silencio hacia el centro de la laguna. Con los primeros rayos del sol, el nuevo cacique y su séquito arrojaban a la laguna oro y esmeraldas como ofrendas a los dioses. El príncipe, despojado ya del polvo que lo cubría, iniciaba su regreso a la tierra, en tanto resonaban con alegría tambores, flautas y cascabeles. Después, el pueblo bailaba, cantaba y tomaba chicha durante varios días.

 

 

         LEYENDA DE LAS PIEDRAS DE TUNJA



Estas piedras están ubicadas a las orillas de un lago muy extenso que cubría la Sabana de Bogotá. Las leyendas o versiones históricas al respecto abundan. He aquí algunas. Se sabe que este parque arqueológico era el sitio de reunión de los jefes chibchas o zipas. Allí, con sus mujeres y demás súbditos de la corte se celebraban ceremonias religiosas.

 

En 1538, Gonzalo Jiménez de Quesada, al mando de sus soldados españoles, hirió gravemente a Tísquesusa, último jefe de los chibchas. Este fue llevado por sus súbditos indígenas hasta las piedras de Tunja, donde falleció. Más tarde, la tumba de Tisquesusa fue abierta por el conquistador Quesada, quien creyó que ella encerraba un valioso tesoro, pero únicamente halló una copa de oro.

 

La leyenda cuenta que los sacerdotes de la comunidad Franciscana en Quito estaban levantando una iglesia. La construcción avanzaba pero las piedras disminuían en las canteras vecinas hasta el punto de paralizar la obra.

 

Uno de los sacerdotes, después de pensarlo una y otra vez, tomo la fatal decisión de vender su alma al diablo a cambio de grandes piedras para poder continuar la construcción del templo.

 

El diablo, lleno de alegría por el negocio celebrado, se puso a buscar las piedras más enormes que pudiera encontrar; y efectivamente las halló cerca de la población de Tunja.

 

Organizó dos escuadrones de diablos, escogiendo a los fuertes y ágiles. Las enormes piedras serían llevadas por los aires en las noches de luna para no ser vistas en el día.

 

El primer trayecto lo hicieron hasta la población de Facatativa. Allí descansaron de su gran esfuerzo. Estando el diablo en Facatativá, un mensajero le llevó la noticia de que el sacerdote franciscano había tenido un sueño relacionado con su iglesia y que, después de meditarlo varias veces, había resuelto deshacer el pacto celebrado con el diablo.

 

El sacerdote se había retirado de la comunidad franciscana para ser admitido en la comunidad de los cartujos. El diablo, furioso y humillado, maldijo a gritos; luego ordenó a su ejército de diablos que abandonaran las piedras.

 

Dicen que los gritos y llantos del diablo eran tan fuertes, que hasta hoy se escucha el eco en las noches de tormenta. Muchas personas piensan que las Piedras de Tunja se encuentran en la ciudad de Tunja, pero no es así. Esas enormes piedras están, desde hace miles de años, en la población de Facatativá, a unos 40 kilómetros de Bogotá. Conforman un hermoso parque natural que es visitado por miles de turistas.

 


                    

                      ORIGEN DE LA LAGUNA DE TOTA

 

 

 


Antiguamente el hueco ocupado por la extensa laguna era un hueco desértico de tierra amarilla. En noches de plenilunio posábase sobre la cavidad una inmensa bola de fuego, de la cual salía Busiriaco, Dios de los Infiernos, que cuando llegaba desataba tormentas y fuertes vientos que alejaban las nubes del árido lugar.

 

Un día el jeque Monetá reunió a todo su pueblo para ir a conjurar a Busiriaco y a la serpiente negra. Llegados al hueco oraron, ayunaron, hicieron ofrendas y danzaron; una bailarina lanzó un disco de oro a la serpiente negra, dejándola herida de muerte; al otro día el jeque Monetá arrojó al hueco la esmeralda que había regalado Bochica al jefe Suamox; al caer sobre la serpiente, la piedra perdió su dureza, transformándose en honda verde y aguas transparentes, las cuales fueron creciendo hasta llenar el hueco.

 

Monetá y su pueblo alabaron a Bachué, Diosa de las Aguas, a Chiminigagua, el omnipotente Señor del Universo, después de lo cual apareció el arco iris y sobre él, la figura de Bochica. Desde entonces el sol saca porciones del guacata ya líquida, la lleva a los cielos y luego la devuelve en copiosa lluvia, que ha colmado de fertilidad la tan antigua esterilidad de aquel paraje. Se exploran guacatas en Muzú y Somondoco.

 


                                                          

                                        EL SALTO DEL TEQUENDAMA

 

  Chibchacum se ofendió porque su pueblo aceptó malos consejos de Huitaca, porque el pueblo le negó sus ofrendas; se indignó contra los bacates, porque ya casi todos murmuraban de él y le ofendían en secreto y públicamente. Lleno de una extensa ira crío aguas y trajo de otras partes los ríos Sopó y Tibitó, que creciendo rápidamente anegaron la sabana hasta inundarla totalmente. Las sementeras y labranzas se echaron a perder; la gente, que por entonces era numerosa, empezó a padecer las calamidades del hambre. Reunidos sacerdotes y caciques, se decidió dar noticia del terrible suceso al dios Bochica, para clamar sus bondades y favores. Pasaron muchos días con sus noches llenos de clamores, sacrificios y ofrendas, hasta que por fin, una tarde, mientras reverberaba el sol en el aire, se hizo presente el arco iris en medio de un ruido ensordecedor, que a todos hizo estremecer. Sobre la hermosa policromía del arco se erguía majestuosa la figura del Dios Bochica, con una vara de oro en su mano. Había escuchado las súplicas, se había condolido de los bacates. Arrojó entonces la vara de oro, que traía en su mano, hacía el Tequendama; las peñas rocosas se abrieron, como cortadas por afilada espada, las aguas se precipitaron dando origen al salto, hoy llamado Tequendama.


La sabana quedó desinundada. Bochica tuvo a bien no secar los ríos Sopó y Tibitó, pues sabía que nos serían de gran utilidad, para regar los cultivos en épocas de aguas escasas. El pueblo jubiloso empezó a gritar el nombre de Bochica, quien, no satisfecho con los beneficios otorgados, castigó a Chibchacum, condenándolo a cargar la tierra sobre los hombros, que hasta ese día era cargada por cuatro inmesos guayacanes. Esa es la causa de que, a veces, la tierra tiemble. La llegada de Bochica ocurrió hace cerca de 30 edades o bxogonoas.

 

        

  LEYENDA SOBRE EL ORIGEN DE  LOS MUISCAS

 

En una época no había nada sobre la tierra. La primera que la habitó fue una mujer joven y fuerte que salió de la laguna de Iguaque por entre la niebla helada y el viento sonoro del páramo. Se llamaba Bachué y llevaba de la mano a un niño de tres años. Ambos bajaron al valle y construyeron una casa donde vivieron hasta que el niño creció y pudo casarse con Bachué. Tuvieron muchos hijos (a veces Bachué tenía cuatro o seis a la vez), con lo que comenzó a poblarse el territorio muisca. Bachué le enseño a cultivar la tierra y a adorar los dioses. Después de muchos años, Bachué y su esposo, ya viejos, regresaron a la laguna de Iguaque donde se despidieron de la multitud que, llorando, los veía partir. De repente los ancianos se transformaron en don inmensas serpientes y desaparecieron bajo las aguas tranquilas de la laguna. Bachué se convirtió en la diosa de la fertilidad, la que hacía que la tierra diera frutos y las familias tuvieran muchos hijos.

LEYENDA DE BOCHICA

                                 

                              LEYENDA DE BOCHICA  

 

Durante días y noches llovió tanto que se arruinaron las siembras; nadie volvió a salir de sus bohíos (casas), que también se vinieron al suelo, o se mojaron tanto que lo mismo servía tener techo de palma o no.

El Zipa, quien comandaba todo el imperio Chibcha, y los caciques, que eran como los capitanes o gobernadores de los poblados de la sabana, se reunieron para buscar una solución, pues no sabían qué hacer y el agua seguía cayendo del firmamento en torrentes. Se acordaron entonces de Bochica, un anciano blanco que no era de su tribu y quien había aparecido de repente en un cerro de la sabana.

Alto y de tez colorada, con ojos claros, barba blanca y muy larga que le llegaba hasta la cintura, vestía una túnica también larga, sandalias, y usaba un bastón para apoyarse. Él les había enseñado a sembrar y cultivar en las tierras bajas que quedaban próximas a la sabana; y a orar, y a tener una especie de código para los chibchas. Cuando se iniciaron las lluvias, Bochica estaba visitando el poblado de Sugamuxi (hoy Sogamoso), en donde había un templo dedicado al Sol.

Los chibchas decidieron llamarlo, porque pensaron que Bochica era un hombre bueno podría ayudarlos, o todo el imperio perecería a causa de la gigantesca inundación. El anciano dialogó con dificultad con los caciques, pues no dominaba su lengua, pero se hacía entender y le comprendían bastante. Se retiró a un rincón del bohío que tenía por habitación, rezó a su dios, que decía era uno solo. Luego salió y señaló hacia el suroccidente de la sabana.

Cientos de indios organizaron una especie de peregrinación con él. Se detuvieron después de varios días en el sitio exacto en donde la sabana terminaba, pero las aguas se agolpaban furiosas ante un cerco de rocas. Los árboles enormes y la vegetación selvática frenaban el ímpetu del agua. Bochica, con su bastón, miró al cielo y tocó con el palo las imponentes rocas. Ante la sorpresa y admiración de unos y la incredulidad de todos, las rocas se abrieron como si fueran de harina. El agua se volcó por las paredes, formando un hermoso salto de abundante espuma, con rugidos bestiales y dando origen a una catarata de más de 150 metros de altura. La sabana, poco a poco, volvió a su estado normal. Y allí quedó el "Salto del Tequendama". Dicen que Bochica, tiempo después, desapareció silenciosamente como había venido.